Maltrato, violencia y ocaso de la vejez en la pandemia

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¡Locos! ¡Fastidiosos! ¡Problemáticos! Son algunos de los calificativos que entre murmullos de pasillo o gritos sin recato reciben algunos adultos mayores que viven en los distintos asilos del país. En unos casos la violencia física (pellizcos, jalones, golpes) es compañera inseparable del maltrato verbal y psicológico. Parecería que el objetivo es el exterminio lento y lucrativo de la vejez, entendida como el estadio en el que se encuentran las personas desprovistas de vitalidad, incapaces de reaccionar, condenadas al abandono por familiares que pagan una mensualidad para no volverlos a ver o escuchar.

Maltrato, violencia y ocaso de la vejez en la pandemia

 

No importa si estos centros se encuentran regentados por laicos o religiosas. Los hábitos no son lo suficientemente extensos para encubrir las relaciones de violencia cotidiana que traen consigo un problema de salud pública del que poco se habla por falta de denuncias, pero que pone en evidencia un hecho: la vida de la vejez no tiene un valor equivalente a la vida de la juventud. Esta premisa sitúa las posibles razones por las cuales los adultos mayores son maltratados en los asilos donde viven.

Por un lado estaría la relación de subalternidad de los ancianos que interiorizan y asumen con pasividad que su condición de vida es asimétrica en comparación con la de los jóvenes, escenario en el que la estructura disciplinaria de los asilos como entes de control, poder y vigilancia funciona a cabalidad. Esto origina que agresores y agredidos asuman el maltrato como un correctivo necesario y una práctica de convivencia y relacionamiento natural. Por ende, no caben los reclamos. La otra cara de la moneda intenta romper con esta lógica asimétrica el momento en que los ancianos exigen el respeto a sus derechos humanos, a la comunicación con sus familiares y al trato digno por encima de la mercantilización de su vejez. Esta reivindicación es, en sí misma, causal directa de maltrato porque interfiere con la operatividad “eficiente” del disciplinamiento y su racionalidad. Aquí la decadencia de la ancianidad y la añoranza a la muerte son síntomas de una desilusión perpetua.

¿Acaso la pandemia mermó la calidad de la atención en los asilos? En cierta forma sí, pues varios de sus trabajadores fueron obligados a permanecer en confinamiento junto con los ancianos, pese a que la ONU identifica a esta práctica como uno de los factores que incrementa la violencia contra ellos, al sostener que “el aislamiento social de los cuidadores y de las personas mayores, y la consiguiente falta de apoyo social, es un importante factor de riesgo para el maltrato de las personas mayores por parte de sus cuidadores”.

A esto se suma la pauperización de las condiciones laborales de los cuidadores, pues sus sueldos se vieron reducidos y se cancelaron en efectivo a cambio de firmar un simple recibo. ¿Por qué se implementó esto? Para no afiliarlos a la seguridad social y con ello evadir el pago de los fondos de reserva y los  décimos sueldos previstos en la ley. También las modalidades contractuales cambiaron al trabajo por horas. ¿Por qué aceptaron esto? Porque la pandemia trajo consigo la proliferación del abuso. ¿Cómo no aceptar el cambio de contrato laboral si de manera coercitiva se amenaza con dejar sin trabajo a los cuidadores que en muchos casos son el único sostén de sus hogares? Algo queda claro, los maltratadores también son agraviados por estructuras violentas que en nombre de la filantropía y la caridad operan como feudos dirigidos por gamonales “sin Dios ni ley”.

Aunque la ONU considera como un tipo de maltrato sociocultural el amenazar a los adultos mayores con sacarlos de los asilos por falta de fondos para pagar sus cuidados, esto ha ocurrido siempre con o sin pandemia. La solución, pareciera, es arrojar a los ancianos como si estos fueran un despojo. ¿A quién recurrir entonces para evitar tanto agravio? ¿A las trabajadoras sociales de cada asilo? Pues no siempre resulta efectivo, porque las normas de los asilos favorecen más los intereses de estos centros que a sus residentes e incluso pretenden estar por encima de la Ley del Adulto Mayor.

Cabe preguntarnos: ¿Cuántos ancianos han muerto directa o indirectamente a causa de un sistemático maltrato físico y psicológico dentro de los asilos en donde viven? Es momento de pensar en la necesidad de visibilizar las cifras, sacarlas de lo más profundo de la impunidad y la indolencia, y que los agraviados y sus familiares hagan las denuncias respectivas no solo para reflejar datos, sino también para que los organismos competentes tengan mayores certezas para actuar.

Alfredo Espinosa Rodriguez

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