Entre el inexistente Plan Fénix y una imagen extraviada de la seguridad

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La tarde del martes 9 de enero de 2024, trece jóvenes se “tomaron” TC televisión en Guayaquil; este hecho, que fue transmitido en vivo, exacerbó el miedo de la ciudadanía frente a la inseguridad del país y derivó en la exigencia hacia las autoridades para solucionar este problema de forma definitiva. Se empezó a hablar, entonces, de una “declaración de guerra al terrorismo”, así la catalogó el presidente Daniel Noboa. Con este hecho se implantó la imagen de jóvenes notoriamente empobrecidos como aquel sector de la sociedad al que se debía combatir.  Al visibilizar al lado más débil de esta cuerda, se ocultó a las figuras que están tras ellos: grandes grupos de poder político, económico, empresarial y la misma policía, que se ha visto involucrada en actos criminales, de corrupción y narcotráfico.

La manera que implantó el Gobierno para, según su criterio, dar fin a la inseguridad fue declarar un estado de excepción y guerra por conflicto interno. Este fue el punto de partida para que los militares salieran a las calles, su accionar, principalmente, se centró en el control de las cárceles. Pese a ello aún se reportaban conflictos y conatos de amotinamiento en los centros de detención de donde escaparon dos privados de la libertad de alta peligrosidad, uno de ellos no se sabía con certeza cuando se fugó de prisión. La presencia de las “fuerzas del orden” en las calles era casi nula, excepto cuando eran noticia por reprimir a personas racializadas, empobrecidas, estigmatizadas por lucir tatuajes, característica que para la fuerza militar constituía un indicativo de delincuencia y terrorismo.

Se observaba de esta manera a través de redes sociales y medios de comunicación la humillación a la que eran sometidos los jóvenes apresados en sectores populares, jóvenes abandonados por el Estado y que fueron captados por grupos narcodelictivos. En estos actos de represión salió a la luz otra forma de maltrato que usaba la feminización como un mecanismo de denigración, lo que evidenció a una sociedad misógina, homofóbica, racista. Las “fuerzas del orden” maquillaban a los jóvenes apresados y lastimaban su piel tatuada, en un intento por aleccionar a la población; a estos acontecimientos se sumó el asesinato de un joven en un operativo militar que se realizaba en Guayaquil. En contraste con estos hechos, se allanó una hacienda en Vinces donde se encontraron 22 toneladas de cocaína, mientras en una propiedad en Cumbayá, la policía incautó más de 100 armas que se justificaron bajo la figura de colección. De estos dos últimos hechos, hasta hoy, no se han mostrado rostros ni identidades.

Con las figuras de estado de guerra, militarización y estado de excepción en vigencia, el 24 de marzo los noticieros daban cuenta del asesinato de Brigitte García, alcaldesa de San Vicente, al que los medios de comunicación redujeron de forma indolente a un “crimen pasional”. A este asesinato se sumó el de un concejal de Samborondón, Julio Ronquillo, quien en primera instancia fue secuestrado.  Durante el feriado de Semana Santa hubo 137 asesinatos, así como innumerables asaltos y robos tanto a ciudadanos como a locales comerciales. A estos hechos, la ministra de Gobierno, Mónica Palencia, calificó como “percepción” o como un intento por boicotear la consulta popular planificada para el 21 de abril y en la que se ha invertido 60 millones de dólares.

Pese a estos hechos, se ha logrado implantar la imagen de las “fuerzas del orden” como símbolo de protección, cuando en realidad se trataría de una nueva forma de dictadura que ha naturalizado la violencia a través de la construcción del significante de guerra y que ha dado como resultado un gobierno militar con el presidente Noboa ataviado con gorras y trajes de camuflaje. Nos encontramos frente a una sociedad que no cuestiona las decisiones de Noboa y que se ha dejado atrapar por una imagen farandulera que se construye alrededor de la pareja presidencial, de la que pesa más su estilo al vestir y su apariencia física que las decisiones que se toman para gobernar.

El presidente Noboa tomó medidas económicas para, según sus palabras, “financiar la guerra interna”: el IVA subió al 15% y hubo una nominada “actualización en los precios de los combustibles”, medidas que recaen en los golpeados bolsillos de una población con un alto índice de desempleo, aunque las cifras que maneja el presidente en este aspecto aseguren lo contrario. Estas decisiones, que según algunos analistas económicos no son más que exigencias del FMI, se concretaron el 1 de abril y se legitiman a través de medios de comunicación y redes sociales, donde se minimiza su impacto. Se oculta, además, la deuda por impuestos que tienen con el Estado grandes grupos de poder entre los que se encuentra la familia del presidente Noboa.

Este entretejido de hechos lleva a pensar que lo ocurrido en TC televisión el 9 de enero fue una puesta en escena. Un pretexto que se fue fraguando para implantar una medida que ya estaba planeada con fines muy ajenos a combatir los hechos de violencia que han convertido a Ecuador en uno de los países más inseguros a nivel mundial. Un Plan Fénix que hace honor a la imagen ficticia de un ave mitológica, una figura magnífica que se ha tomado para explicar aquello que no existe. Una imagen que se desmorona cuando la ministra Palencia indica que en los municipios o gobiernos locales se delegará la responsabilidad de ejecutar un plan de seguridad. La población acepta estos hechos como algo normal y muestra más interés en la farandulización de la política, cuando figuras de pantalla se han visto profundamente involucradas en los casos Metástasis y Purga.

Esta aparente indiferencia de la sociedad quizá sea el resultado de un afán de sobrevivir frente a una realidad que duele y lastima, que se ha visto abocada a dejar de escuchar su propia voz hasta desconocerla. Ya mencionaba Simone Weil que “A partir de cierto grado de opresión, los poderosos logran necesariamente hacerse adorar de sus esclavos. Porque la idea de estar absolutamente doblegado, de ser un juguete de otro resulta insostenible para un ser humano. Por eso, cuando a alguien se le priva de todos los medios de escapar a ese doblegamiento, no se le deja otra salida que convencerse de que las mismas cosas a las que le obligan él las hace voluntariamente, o, dicho de otra manera, no le queda otro remedio que sustituir la obediencia por abnegación”.

Glenda Viñamagua
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