El COVID-19 ha golpeado a la sociedad de una forma inmisericorde. Nuestra vida, debido a este nefasto virus, se ha reducido a un cúmulo de sacrificios y austeridad. Hemos abandonado nuestra vida social, y actividades como las culturales y deportivas se han visto seriamente afectadas. Es entendible aquello, porque, aunque las mismas son importantes, pueden ser momentáneamente prescindibles. No obstante, la religión, aunque teóricamente debería situarse, ante la ley y el Gobierno, en el mismo estrato que la cultura y el deporte, parece ser que aquí, en Ecuador, goza de ciertos privilegios extras.
Eso se nota en el hecho que mientras todos los sectores no esenciales para la supervivencia seguirán suspendidos después del 04 de mayo, sólo la Iglesia Católica, con la adopción de “ciertas medidas”, podría retomar sus actividades eclesiásticas. Recuerda aquello la Era Garciana, en donde, habiendo una religión que era oficial del Estado Ecuatoriano, ésta era impuesta al pueblo.
Lo que ha manifestado la Conferencia Episcopal Ecuatoriana es que se ha solicitado la reapertura de los templos, por “un clamor espiritual de un pueblo mayoritariamente creyente y católico”. Pero esta excusa no convence, porque se ha omitido el hecho que la religión no es algo esencial para la supervivencia, aunque se diga lo contrario.
Es necesario indicar que la llamada “etapa del distanciamiento” se la ha adoptado, sólo para que actividades indispensables para la supervivencia y la productividad puedan reactivarse, mientras que otras, que, aunque importantes, no son vitales, y que, sobre todo, implican tener aglomeración de gente, deban esperar hasta que se dé las condiciones adecuadas para retomarse.
Se puede acotar, que en la era tecnológica que vivimos, es posible ocupar los dispositivos electrónicos para que las organizaciones religiosas puedan llegar con el mensaje a los fieles y así evitar que sus homilías y cultos sean un foco de contagio. La fe puede esperar, pues debe buscarse primeramente el bien común. Empero, parece que ese interés de reabrir a como dé lugar los lugares de adoración no obedece a la lógica, y más bien, la situación pasa porque el cierre de templos ha significado una reducción en los ingresos económicos a las arcas del clero, por razón de ofrendas y pagos por servicios religiosos.
La situación en debate no es sobre la validez de la fe, sino, la seguridad de la ciudadanía. Si existe un Dios, éste seguro escuchará a sus fieles, desde donde éstos eleven la plegaria. No hace falta, entre tanto, estar en un templo para sentirse Hijo del Señor, ni mucho menos, es menester estar rodeados de coidearios, algunos de ellos posibles portadores del COVID-19, para que la fe aflore. Además, hay otra situación, pues, si van a dar este beneficio extra a esta entidad privada, deberían hacer lo mismo con las iglesias evangélicas, Testigos de Jehová, mormones, ortodoxos, incluso, se debería permitir que haya reunión de grupos de no creyentes (ateos y agnósticos). También correspondería permitir que se den otros eventos, como los culturales. Estos últimos, sobre todo, deberían tener más prioridad, porque el arte es una actividad que mueve la economía, y mucha gente vive sólo de ello. Sin embargo, se entiende que todo eso debe evitarse, pues, lo que interesa ahora es la salud de las personas, más no, satisfacer caprichos de quienes, por causas sospechosas, quieren reanudar sus actividades a toda costa.
Hace poco, abordé el tema en mis redes sociales, aunque muchos amigos se escandalizaron, pero numerosas personas de mente abierta, incluidos católicos, lo aceptaron porque mi argumento era lógico. Resulta que, en aquella ocasión, pude presenciar algo en un templo, que me preocupó. Sucede que un devoto estuvo allí, mismo que, sin guantes y con la mascarilla en la mano, tocó la imagen, se persignó y colocó una vela ante el ídolo. No se puso alcohol antes, ni después de orar. Luego, una mujer ingresó al sitio e hizo lo mismo. Tampoco ella portaba guantes, ni se colocó alcohol al ingreso y a la salida del templo. Me di cuenta del peligro de contagio que se corría en el lugar y por eso lo denuncié, pero, como dije, me fusilaron por ello con argumentos de fe.
Cabe señalar que vivimos supuestamente en un Estado Laico, pero este derecho, maravilloso y justo, en el Gobierno actual se ha visto vulnerado en múltiples ocasiones, sobre todo, porque en varios problemas que hemos tenido, se ha podido ser testigo de la actuación de esta entidad privada, en asuntos públicos. En el caso del terrorista “Wacho”, durante las manifestaciones de octubre y en la emergencia actual, la Iglesia ha tomado posición en el problema como si fuese una institución del Estado. La entrega de los kits de emergencia, por ejemplo, no deberían hacerlo las curias católicas, como se ha propuesto, sino que las autoridades civiles son las llamadas a tomar esa potestad, cual ya lo hicieron en este primer mes de pandemia. El Estado Laico, que fue conquistado por Alfaro, no ha sido entendido, y por ello es que se ha vulnerado en múltiples ocasiones.
Ojalá se pueda concienciar a la gente que el hablarle de laicismo no es exigirle que pierdan su fe, ni mucho menos, se está “blasfemando” contra el ser supremo en el que creen. Más bien, el Estado Laico apela a que haya una libertad, en donde todos puedan manifestar abiertamente su religión o escepticismo, y nadie imponga sus creencias a otro por medios legales. El Estado Laico es algo poco entendido, pero que guarda una esencia de libertad en sus principios.
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